lunes, 24 de junio de 2013

El cinturón de ayer



He comenzado a aflojarme el cinturón, que uno ya tiene una edad. Si me vieran, yo, a mis años, aflojándose el cinturón, casi como si hubieran caído tres o cuatro decenas de primaveras de golpe, y se me enredaran entre los pelos del ombligo recuerdos de un verano tropical. Para que me comprendan, tengo los años suficientes como para que me hayan aconsejado dejar de cargarme macetas y los justos como para empezar a sentir las hormigas pasear por los pies, y empezar a mirarlas desde arriba, con un cierto resquemor.

La cosa es que el cinturón marcaba ya las doce menos cuarto, y yo estaba a cuatro hebillas de empezar a perder la carne de la que nacen mis sueños. ¿Que ese sitio donde está? Hombre, no soy otorrinolaringólogo ni cualquier otro tipo de científico con nombre gracioso que sepa decir donde tengo este extraño lugar, pero uno sabe que existe. A ver yo lo tengo entre la pared que iluminaba el faro por las noches de mis inviernos y entre las rocas que se dormían al costado de las hierbas silvestres cuando se sentían solas, para sentir a la madrugado el roce fresco y sencillo de las briznas por su espalda. (Perdonar mi torpe explicación, pero es que ando mendigando peso todavía...)

El caso es que no se de donde empecé a sospechar que se me notaban los huesos de la espalda. Algo así como una espátula mal roída que se me clavaba en la piel, y se me veía incluso a través de la piel, que se me volvió algo así como de un cuero translúcido. Avergonzado todo, trataba de taparme con todo tipo de ropajes, pero curiosamente acababan de tornarse del color de mis huesos, de una especie de blanco acartonado, salpicado de unas gotas color moca. Lo que algún día engrosaba mi piel se fue convirtiendo en un liquido viscoso y repelente que me resbalaba por la espalda hasta mis piernas, y se me asomaba por fuera de los zapatos. Verme pasear por la acera era como admirar asqueado el lento pasear de una babosa por la esquina de una carretera nacional.

Así pues decidí buscar ayuda, y como casi siempre antes de pedir ayuda estuve pensando en todos los rechazos que pudiera recibir y todos los posibles que pudieran surgir si se extendiera mi extraña segregación.  Era el miedo el que me había llevado a aquel sudor frío y era el miedo el que me había paralizado como a una mosca un milisegundo antes de estrellar con el cristal de un coche... Llegaron afortunadamente algunas caricias que evitaban en lo posible sentir el hueso de mi espalda o aquel extraño caldo que comenzaba a cubrirme y adelgazarme cada vez más. Las soluciones, por su parte, no terminaban por llegar.

Cierto tiempo después llegó algo inesperado, y mientras rebuscaba entre ciertos ropajes de mi infancia, encontré algo curioso: Unos pantalones grandes con un cinturón. Resulta que eran los ropajes de mi abuelo, que un día cuando era pequeño me tuve que poner, ya que los anteriores habían resultado brutalmente manchados por diversos rincones del jardín, y empapados por completo con el agua de la manguera. Curiosamente, estos pantalones terminaron en mi casa, y por cosas de la vida jamás volvieron a su lugar de origen. No querría ahondar en la imagen que tengo de aquel hombre, dejémoslo en que sabía apreciar cada parón que le ofrecía la vida, y se reía de ella con una risa casi felina que todavía retumba en nuestros corazones. No hace falta aclarar quién es el nuevo heredero de ese par de pantalones que me pilláis ahora mismo abrochándome. No creo que sea necesario tampoco explicar cual es la razón para que vuelva a tener los pies con las uñas aferradas al suelo y como poco a poco he vuelto a coger peso, peso de ese que te hace volver a flotar y vuelve a hacerte sentir. Por tanto me desabrocho el cinturón para volver a caber en mí, para que no se me olvide como caminar y para volver a recordar que esto se acaba tan pronto que no merece la pena ponerse a sudar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario